Nada fácil es la tarea de instrumentar y ejecutar la política tributaria de un país. En cualquier contexto, un proyecto de esta magnitud debería cumplir con la promesa de equilibrar el recaudo necesario con incentivos que estimulen la producción, el empleo y el consumo, así como mantener una coherencia estructural. Sin embargo, la reforma tributaria presentada por el Gobierno, con mucho garrote y sin zanahoria, ignora con osadía esta lógica elemental e insiste en aumentar la carga impositiva sin ofrecer alivios ni señales claras de austeridad estatal.
Las naciones desarrolladas, de las cuales deberíamos aprender en la práctica y no en sentido discursivo, nos dan lecciones respecto a cómo manejar un escenario tributario que enseña responsabilidades frente al hecho de depositar unos recursos al Estado de cara al beneficio colectivo desde la administración fiscal. Aunque el objetivo de estabilizar las finanzas públicas es legítimo, la propuesta ha generado una amplia resistencia entre gremios, empresarios y exministros, quienes coinciden en señalar que se trata de un proyecto regresivo, inoportuno e injusto socialmente.
Bajo la excusa de sanear las finanzas públicas, el proyecto, con el que se pretende recaudar $26,3 billones a partir de 2026, apuesta por un agresivo aumento de la carga impositiva sin abordar el desbordado gasto público. Por ejemplo, el IVA a los combustibles como la gasolina y el ACPM se traduce automáticamente en nuevos impuestos al transporte público, los alimentos y la canasta familiar; el impuesto al consumo del 19 % el consumo a servicios culturales y deportivos es un castigo a una industria que después del impacto de la pandemia ha salido a flote. Para Fenalco, esta reforma busca tapar el déficit fiscal a costa de ciudadanos y empresarios, mientras el Estado sigue expandiendo su gasto burocrático.
Expertos estiman que el incremento gradual del IVA a la gasolina y al diésel —5% en 2026, 10% en 2027 y hasta 19% en 2028— podría añadir entre 0,4 y 1,0 puntos porcentuales a la inflación en cada año de ajuste. El golpe sería especialmente severo en regiones dependientes del transporte de carga. En paralelo, los cambios en retenciones para personas de ingresos medios y altos reducirían su capacidad de compra, erosionando el consumo, que venía mostrando signos de recuperación gracias a la estabilización de la inflación y las tasas de interés.
Exministros de Hacienda como José Manuel Restrepo y José Antonio Ocampo han coincidido en que la reforma es innecesaria e inviable si no se acompaña de un recorte serio al gasto de funcionamiento. Mientras Restrepo la ve como un intento del Gobierno de victimizarse ante una eventual derrota en el Congreso, Ocampo advierte que no puede tramitarse sin una propuesta concreta de austeridad estatal. En otras palabras, el verdadero problema no es de recaudo, sino de disciplina fiscal.
Una gran responsabilidad tenemos los parlamentarios de legislar en defensa de los ciudadanos. Esta es una discusión sobre el rumbo económico y social del país, en el que las mayorías se sienten atropelladas, lesionadas en sus intereses y ven amenazado su futuro inmediato, por cuenta de los muchos impuestos. Aumentar impuestos sin contener el gasto es persistir en el error: más impuestos, menos consumo y menos bienestar.
Publicado en: Diario La República