Cuando se ha hecho un análisis profundo de la crisis social con sus consecuencias políticas de Cartagena se concluye que, entre otras razones para su agravamiento, ha faltado mayores contribuciones fiscales locales para atender las fuertes demandas ocasionadas por las desigualdades históricas en su población, a lo que se suman en los últimos años potentes oleadas migratorias de pobres de todo el Caribe y Venezuela.
Surge, entonces, una comparación con Barranquilla, metrópoli que ha alcanzado reconocidos niveles de prosperidad después de su crisis de la segunda mitad del siglo XX, con un literal colapso en sus servicios públicos hace 30 años. El que haya sido elevada Barranquilla a la categoría de Distrito en 1993 se ha constituido en factor importante de su crecimiento, especialmente en su sistema presupuestal y reducción de la pobreza. Barranquilla ha sido otra a partir de su conversión en Distrito. Ganó en capacidad resolutoria de desarrollo.
Cartagena y Barranquilla difieren en este siglo XXI en estabilidad administrativa. Eso es evidente. Pero la gran separación en sus historias se dio a partir del primero de enero de 2001, cuando el alcalde Humberto Caiafa, anunció durante su posesión acciones de choque para la sostenibilidad financiera declarando al distrito de Barranquilla en quiebra y empezó la historia con la Ley 550 y una progresiva tributación. Su sucesor, Guillermo Hoenigsberg, fue particularmente audaz en la creación de tributos o el aumento de tarifas en los preexistentes con su reforma tributaria y ahora la situación ha llegado al punto más alto, tras diez años de ajustes tributarios frecuentes, en que los contribuyentes están expresando sus reparos por los valores que se están facturando. Es lo que acaba de ocurrir en la semana pasada en una parte de los contribuyentes con los “disparos” en la facturación del Impuesto Predial Unificado (IPU).
Ya se tenían reparos gremiales y de expertos por otras decisiones fiscales, como alto y creciente endeudamiento, concesiones que se abren o prorrogan, y vigencias futuras para asegurar el pago de obras públicas. Los compromisos llegan hasta el 2032 en algunos casos. Estamos inmersos en una peligrosa “prosperidad a debe”. Peligrosa porque no se debe pecar ni por defecto ni por exceso para no comprometer a las nuevas generaciones ni poner en jaque la sostenibilidad del Distrito.
En resumen, se llegó al punto en que la audacia tributaria y presupuestal convoca a juiciosas reflexiones en quienes toman decisiones de política fiscal en Barranquilla.
Es un llamado a la reflexión con miras a un pacto fiscal. Hay que considerar que una comunidad empresarial y ciudadana responsable debe pagar tributos al Estado local para que estos sean retribuibles al conjunto de la sociedad y sea posible la justicia social. Por otra parte, frente a una deuda financiera versus una deuda social profunda lo sensato o políticamente ético en política redistributiva es que se priorice el pago de la deuda social. Mi vida política ha girado en torno a la solución de los problemas de los pobres o vulnerables. Luego, han tenido mi respaldo siempre las decisiones de política orientadas hacia la justicia social. Lejos estoy, en consecuencia, de la ortodoxia neoliberal.
Ahora bien, ¿por qué es dañina una sobresaturación tributaria? Porque tiene un impacto negativo en las opciones para el consumo familiar y en la competitividad económica. Los territorios más confiscatorios tienen menos oportunidades de inversión productiva. Por lo tanto, la administración de Barranquilla tiene el deber hoy de hacer una revisión responsable de la canasta tributaria local a fin de que sean eliminados tributos o tasas que ya no tienen sentido con los rendimientos de los impuestos prediales y de industria y comercio o que significan ingresos irrelevantes pero sí hacen complejas las relaciones entre el Distrito y sus contribuyentes. Adicionalmente, el Distrito debe priorizar mejor sus gastos y hacer más eficientes la relación costo –beneficio, tal como lo han sugerido respetables comentaristas de la ciudad.
Debe considerarse que los informes sobre competitividad de Barranquilla han prendido las alertas sobre la excesiva tributación y lo compleja de esta, sin que exista atención debida al tema. Igualmente, es preciso que se revise el impacto en las capacidades de consumo de bienes para las personas y si esta es posible en condiciones aceptables con los tributos o tasas, cada día más gravosas. No olvidar que los tributos compiten con los servicios públicos, alimentos y otros bienes necesarios para calidad de vida.
Un pacto fiscal conduce a que la comunidad pague tributos pero tiene acceso a su uso o aplicación, hace más obligante rendiciones de cuentas eficaces y pone la mirada en temas esenciales como la contratación, las comparaciones sobre uso óptimo de los fondos públicos y sobre beneficiarios efectivos. Mejora la calidad de los gobiernos y de la democracia.
En Cartagena debe considerarse el modelo de Barranquilla en lo que va corrido del presente siglo pero debe haber mucha atención para que no se den los desbordamientos que amenacen la sostenibilidad del orden social y el desarrollo. Que no se repita lo de Barranquilla, en que los temas presupuestales y de contratación poco se debaten y el Concejo Distrital no está ayudando a ese debate.
La alerta ciudadana de estos días no puede ser desconocida ni tratada con desdén. Está en juego la capacidad de consumo de los barranquilleros y la competitividad de la ciudad al plantearse como problema una avaricia fiscal distrital y la inexistencia de controles eficientes.
Lo que corresponde, entonces, es un pacto fiscal distrital, de manera que el Distrito acceda a los recursos que requiere para sus operaciones, servicios y obras de desarrollo pero con mesura y responsabilidad. Por ejemplo, con una eficiente rendición de cuentas. El objetivo debe ser mejorar la gobernabilidad, ya que la avaricia fiscal la hace socialmente insostenible.